NOCHE TOLEDANA
Así que me disponía a culminar el goce cuando, el toque de cornetín, me obligó a cambiar el tercio de la estocada por el de retirada a galope abigarrado y desbocado.
Y allí estaba yo, mohíno, azaroso y expectante, en manos de la voluntad de una ancianita encantadora y venerable, sentada en su mecedora, haciendo juego, ambas, con un decorado rococó de lo más singular. La luna, (vestida de plata y marfil, con dos bolitas de alcanfor en la nariz), a mi espalda, reía con desfachatez e ironía, echándole guiños de complicidad a la abuelita, a través del espacio sensual que dejaban las cortinas abiertas a modo de gigantes nalgas en cuclillas. Aterciopelado magenta, raído y descolorido en rugosos pliegues marcados por el sol en su vetustez.
De tanto en cuanto, la provecta doncella, me miraba en picardía por encima de sus lentes, levantando la vista de su labor de calceta para comprobar mis reacciones. Mi mirada lerda se perdía hipnotizada en la habilidad de aquellas manos huesudas, salpicadas por abundantes léntigos solares amarronados, mientras yo, con los ojos en el cogote, rehacía apresurada y torpemente mi compostura. Ella, ni una mueca, ni un suspiro, ni un desdén. Iba encajando sus puntos en las agujas, bruñidas como estiletes de cirujano.
Mientras se iba acabando el ovillo, me veía como un muladí toledano, a punto de ser degollado y arrojado, no al foso, sino al abismo de mi desventura, en este caso, perseguido por un gran astado en vez de por las huestes del moro Al-Hakam. Desconocía el volumen de humanidad y el de la materia gris al que me había expuesto. Tampoco sabía si ella había estado convincente en su tardanza al abrir la puerta.
En esas que, la abuela, se levanta de su balancín y desaparece de mi vista pausadamente. No había sonado ningún timbre. Me vi saltando por aquellas tapias enmascaradas de sombríos pasmos, huyendo cual ladilla de los pediculocidas. Tenía que hacer algo. Quizá el teléfono, quizá la policía. Estaba seguro que no había sido un timbre. De pronto empieza a sonar una música española alegre y vivaz. Como una marcha militar a ritmo festivo y popular. Castañuelas, clarín y trombón. Torero, torero. Olé.
Pasodoble que suena, (pachín, pachín, tararí, tarará, chin, chin, pom), mientras yo no acertaba a dar ni un trapazo.
Al cabo del rato, se me pasea por los morros llevando un aire marcial a ritmo del trombón, pegada una escoba a su pecho a modo de pareja. Ella en pantunflas, toda maquillada y vestida con bata de boatiné.
Pensé: Sí, sí. ¿Tú eres mi reina, mi reina con boatiné?
En uno de esos giros bravos y acompasados, algo colgado en su solapa me llamó la atención: Sobre un post-it en rosa había escrito a rotulador de trazo grueso ¿50 ¿?.
Pensé que había ido de rebajas y se le había olvidado quitar el precio. Nada de eso. Cuando se me vino al cristal, me hizo un gesto con el dedo señalando el cartel, me guiñó su ojo izquierdo y se llevó su dedo índice debajo de su ojo derecho como diciéndome que quería verlos.
Picarona, hizo un amago de abrirme la puerta a ritmo de pasoboble pero, con tan mala suerte, en ese momento le tocó el giro de su baile y me dio la espalda.
¿En algún sitio tenía yo esos cincuenta ?
-Caustic 19/12/2004
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