MI MUNDO EDÉNICO
Mamá siempre decía de mí que era un inconstante. Papá, sin embargo, siempre me tildó de botarate. A tía Ernestina le debía caer muy bien porque me dejó toda su fortuna. Y todos tenían razón a su manera y todos me querían, -y yo ellos-, sobre todo tiíta Ernestina.
En la edad, ya, adulta, las mujeres aborrecen mi inconstancia, los varones me odian por mi informalidad y disfruto de las rentas que me proporcionan los bienes de tía Ernestina, a quien conservo en mi memoria como una mujer avanzada a sus tiempos, sin complejos para su época. Pero algo inmaterial, pero de gran valor para mí, que me dejó fueron los consejos que procuro poner en práctica siempre que puedo: "Hijo mío, en este mundo hay que probarlo todo, incluso el placer del dolor, si no, no serás capaz de entender y de aprovechar los contrasentidos que te brindará la vida".
Le prometí que le haría caso y que buscaría incansablemente todos los contrasentidos, incluso los propios. Desde entonces ando en carrera frenética intentando averiguar por mí mismo qué quería decirme.
En ese afán por despertar a la vida, un buen día descubrí que me gustaba tanto la carne como el pescado. Ahora ando de caverna en caverna y de antro en antro, experimentando lo más exótico de cada gusto, de cada barrio, de cada iglesia y alternando con gentes de todo pelaje y condición. Me siento a la mesa servida, a veces, con carne y vino blanco y. otras, con pescado y vino tinto, alternándolos en mi dieta con más o menos fortuna y picoteando de unos y de otros según la temporada. A pelo y a lana, que dicen los modernos, disimulando siempre la otra tendencia. Como si fuera la última vuelta de tuerca, como si fuera la penúltima hora.
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