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_____El blog de los Cuarentones

HABLANDO DE LA MADUREZ

HABLANDO DE LA MADUREZ

  

La noche que iba a cumplir 40 años me sorprendió fuera de casa. Completamente sola y sin posibilidad para a avisar a mi familia de lo que pudiera sobrevenirme en el tránsito, porque, aunque procuraba tranquilizarme, tenía la certeza de que alguna clase de consternación iba a sufrir, sin descartar la eventualidad de amanecer muerta.
  

De repente, de un tirón, iba a convertirme en una señorona, y me miraba en el espejo del cuarto de baño previniendo que aquella imagen iba a perder el virtual rastro de juventud mantenido hasta aquel momento con el amparo de hallarme todavía en los treinta y tantos. Pondría el pie en una edad que me emparentaba más con personas de la tercera edad que con todas las edades anteriores. Me veía tan castigada como un culpable, tan amedrentada como un sentenciado a muerte, desolada, malquerida, terminal.
  

Todo lo que a mí me esperaba desde la mañana siguiente, si es que lograba pasar esa terrible barrera del tiempo, era envejecer. En un espacio que ya estaba avanzando para engullirme, el reloj iba a certificar mi pertenencia a una nueva categoría de edad, y no me soltaría ya nunca.


Los cuarenta se estaban precipitando encima como un asunto de vida o muerte, entre una inmisericordia total. La idea de una mutilación en vivo lo representaba bien. Digamos que iba a someterme, dentro del sueño, a una amputación de mi juventud y despertaría convertida en vieja.


Cuarenta años son de una realidad abrumadora; como un portón, un arco iniciático o una formal investidura hacia la definitiva y última etapa. En las semanas siguientes supe que mi gran temor estaba justificado y una serie de detalles fueron contribuyendo a alertarme sobre el carácter de mi recién estrenada identidad.

Esta edad me protege, por ejemplo, de las sospechas de ser una ratera o un camello, me avala ante los camareros y los taxistas; me ridiculiza en una discoteca; me amarga cuando anuncian los inventos para el 2030; me reconcome cuando alguien evoca mi buen porte de tiempo atrás y calla sobre el presente; me enternece cuando conozco de salas y concursos de baile reservados para los de mi edad madura; me veo perdida cuando recibo folletos para suscribir planes de jubilación; me asusta cuando en las noticias clínicas soy incluida entre la población de riesgo ante más de 14 enfermedades; me desploma cuando mi hijo me cree al margen de una pasión erótica.

En general, no me encuentro del todo mal, pero a qué negar que mis pequeñas fobias se han convertido en elementos de la personalidad, y que mi benevolencia con los pelmas ha disminuido aparatosamente.

El miedo a la muerte lo he tenido siempre. He creído que me moría a los 27, y después a los 32. Me animé cuando supe que Kafka, pese a sus inconvenientes, había aguantado hasta los 40.

  

Ahora me fijo tanto en los años de los difuntos como de los vivos, consulto las esquelas y los cumpleaños para ver de qué modo se está sobreviviendo y decayendo respecto a la esperanza de vida estadística. Se puede morir a cualquier edad, y esta es, hoy por hoy mi reflexión favorita. No hay gente que tenga garantizados más años de vida que yo como consecuencia de haber vivido menos. Cualquiera puede morir en los próximos minutos, ahora mismo, hace unos segundos. Pero además, y esta es mi segunda reflexión preferida, todos mueren. Tarde o temprano, y no se trata, en consecuencia, de nada personal.

Les sigo deseando buenas noches y les envío un saludo

Hetaira

04/11/2003
 

2 comentarios

Analysta -

A veces, Sakkarah, uno tiene momentos melancólicos, mira atrás y siente una especie de ingravidez en el estómago cuando se percata a la altura que se encuentra ya en esta hipotética línea vital.

Así es, el tiempo pasa casi imperceptible pero inexorable. Sólo nos queda vivir el presente.

Un placer encontrarte por aquí. Besos.

Sakkarah -

Hay que avanzar, pero es terrible hacerlo.

Cada década pesa como una losa, y sabemos que no hay marcha atrás. siempre es un ir hacia adelante, acercándose al final...

Saludos .