CENA CON VELITAS
La cena se presentaba como un plan extraordinariamente atractivo, sobre todo por el atractivo extraordinario de aquella mujer. Para elegir el restaurante, utilicé el sistema que siempre empleo en estas ocasiones, es decir, llamé a mi amigo Julio que siempre está al corriente de qué restaurante es más bonito o más tranquilo o con la comida así o de esta otra manera, y todo ello por mucho que los restaurantes no acaben de estarse quietos de tanto abrirse y cerrase.
Uno no sabe qué pensar en situaciones como esta. Aunque la cita respondía principalmente al ánimo de "matar el punto de acción" que se estableció el otro día en la boda del primo Carlitos; al que por cierto, le ha durado más tiempo el diminutivo en el nombre que la soltería, y ésta le ha durado ya un tiempo más que prudencial; por la acción directa de algún cachondo mental, a la sazón, aprendiz de alcahuete; lo cierto es que siempre existe ese trocito de expectativa, o deseo, o simplemente "y si resulta que...", que te hace estar nervioso. Además, como ya he dicho, la mujer era muy guapa, nada que justifique un matrimonio, pero sí una cena con velitas, o eso al menos nos hacen creer en el cine.
Todo iba bastante bien hasta la proximidad de los postres. Entonces, yo ya disponía de la soltura suficiente, es lo que tiene el vino tinto, como para arriesgar algo. Y arriesgué. Acerqué mi pie por abajo hacia el otro extremo de la mesa donde yo calculaba que encontraría su pierna. En las películas, esto de hacer piececitos es algo bastante socorrido, y el porcentaje de éxito de tal práctica, elevado. En todo caso, el cálculo de la maniobra no fue correcto, ni lo fue tampoco la velocidad utilizada para la aproximación. A consecuencia de ello la puntera de mi zapato fue a percutir de forma directa contra la espinilla de ella.
Como quiera que este golpe resulta por lo general dolorosísimo, mi invitada dio un respingo en su silla para cabecear violentamente una estantería situada justo detrás de su posición. Ante el encadenamiento de sufrimientos físicos del que yo era involuntario causante, me levanté atropelladamente para interesarme por el estado de salud de mi compañera de cena, y al hacerlo golpeé su copa de vino provocando el vuelco de la misma sobre el mantel y el inevitable y rápido desplazamiento de su contenido sobre aquel, hasta precipitarse en la falda de la que ya casi era la interfecta.
"Tierra trágame", hubiera sido insuficiente para mí aunque la tierra hubiera sido la del mismísimo "Viaje al centro de La Tierra"; de manera que con la excusa de buscar ayuda para la limpieza del estropicio, huí de allí rumbo al guardarropa. De camino, recordé que el vino tinto tiene otros efectos diversos al de anular la prudencia de las personas, y me metí en el lavabo. Necesité algún tiempo para intentar calmarme, y a pesar de todo, decidí volver a la mesa sin haberlo conseguido.
Ella no estaba. Ni su bolso tampoco. Comprendí en seguida que aquel era el único desenlace lógico. ¿Quién iba a aguantar a un patoso como yo, más tiempo del estrictamente necesario como para poder decir a los amigos del primo Carlitos, con conocimiento de causa ahora, que esta es la última vez que me liáis para algo así?. No me podía quitar de la cabeza la sensación de desastre provocada por mi actuación, y no estaba seguro de que el atenuante por mala suerte me fuera aplicable, aunque estaba más por el no que por el sí.
- Ya te vale tío - me decía por dentro, mientras pedía la cuenta al camarero. Y me disponía a sacar la cartera para esperar la llegada de aquella, cuando alguien por fuera me dijo:
- La mujer del guardarropa ha sido muy amable y me ha disimulado bastante la mancha con un spray que tiene. Es mejor que acabes de contarme la anécdota esa de tu primo Carlitos en otro lugar más tranquilo. Aunque la cena ha sido encantadora, creo que debemos irnos, si quiero sobrevivir a ella.
Saludos. Louisville
17/3/2004
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